Más de cincuenta muertos se han cobrado ya las carreteras. Y aún no ha mediado la Navidad. Ni ha llegado la noche horrenda en la que tantos parecen querer despedir un año y recibir otro luciendo todas las galas de su ruidosa vulgaridad y su estulticia. ¿Qué cifras tendremos el siete de enero? ¿Qué siniestro regalo de vidas truncadas, familias deshechas, amores y amistades rotas nos dejarán este año los Reyes Malos de la velocidad y los coches? ¿Cuántas soledades no empezarán estos días? ¿Cuántas miradas de amor no tendrán como objeto más que las fotografías?
Mueren los fumadores, víctimas de su placer. Mueren los bebedores y los drogadictos, victimas de su insatisfacción. Mueren los enfermos, víctimas de males contra los que miles de científicos y médicos luchan a diario. Pero, ¿de qué es víctima el que muere en la carretera? ¿Del placer de la velocidad? ¿De la sensación de poder que da conducir una máquina poderosa y bella? ¿Del mal estado o trazado de las carreteras, o de fallos mecánicos? Estos serían los menos. Tengo para mí que la mayoría muere a causa de la despreocupación y del azar. Serían síntomas que harían de esta muerte la más representativa de un estado de cosas en el que hace ya muchos años vivimos.
Sobre el azar poco hay que decir. Solo que la carretera le da más posibilidades de jugar con nosotros de las que ha tenido nunca: dos máquinas buscando una circunstancia en la que su encuentro sea mortal para quienes van en ellas. Algo fatídico, en la que cuentan décimas de segundo. En cuanto a la despreocupación, creo que tiene que ver con un relativismo extremo, resuelto en un nihilismo de masas que quita todo valor a todo; con el mercado y el consumo como leyes universales, impuestas con más rigor de lo que ningún credo religioso o político lo fue jamás; con la transmutación de valores que se opera en el universo de la publicidad, según el cual solo se puede ser consumiendo, porque sólo se es lo que se tiene; con un sentido enfermo y compulsivo del viaje, que ha desaparecido como tal -ir placentera y tranquilamente de un lugar a otro- para convertirse en apurada llegada a una meta; con la confusión entre lo importante y lo urgente; con una aceleración y una prisa –las más de las veces injustificadas- que apremian como demonios interiores.
¿Cómo podrían evitarse estas muertes? No solo con la mejora de las carreteras o la revisión de los coches –lo que, desde luego, rebajaría mucho su número-, sino sobretodo con esa forma de autoestima y de amor a los otros que, en los conductores, se llama prudencia. El problema es que, si lo primero se logra con una buena gestión de los recursos públicos y la debida atención a nuestros coches, lo segundo es más difícil. Porque se conduce como se vive, se vive como se es o como nos obligan a ser; y cambiar el ser –o las condiciones que lo determinan- es más difícil que cambiar el firme de una carretera o el aceite de un coche. Es una cuestión, sobre todo, de valores.
Mueren los fumadores, víctimas de su placer. Mueren los bebedores y los drogadictos, victimas de su insatisfacción. Mueren los enfermos, víctimas de males contra los que miles de científicos y médicos luchan a diario. Pero, ¿de qué es víctima el que muere en la carretera? ¿Del placer de la velocidad? ¿De la sensación de poder que da conducir una máquina poderosa y bella? ¿Del mal estado o trazado de las carreteras, o de fallos mecánicos? Estos serían los menos. Tengo para mí que la mayoría muere a causa de la despreocupación y del azar. Serían síntomas que harían de esta muerte la más representativa de un estado de cosas en el que hace ya muchos años vivimos.
Sobre el azar poco hay que decir. Solo que la carretera le da más posibilidades de jugar con nosotros de las que ha tenido nunca: dos máquinas buscando una circunstancia en la que su encuentro sea mortal para quienes van en ellas. Algo fatídico, en la que cuentan décimas de segundo. En cuanto a la despreocupación, creo que tiene que ver con un relativismo extremo, resuelto en un nihilismo de masas que quita todo valor a todo; con el mercado y el consumo como leyes universales, impuestas con más rigor de lo que ningún credo religioso o político lo fue jamás; con la transmutación de valores que se opera en el universo de la publicidad, según el cual solo se puede ser consumiendo, porque sólo se es lo que se tiene; con un sentido enfermo y compulsivo del viaje, que ha desaparecido como tal -ir placentera y tranquilamente de un lugar a otro- para convertirse en apurada llegada a una meta; con la confusión entre lo importante y lo urgente; con una aceleración y una prisa –las más de las veces injustificadas- que apremian como demonios interiores.
¿Cómo podrían evitarse estas muertes? No solo con la mejora de las carreteras o la revisión de los coches –lo que, desde luego, rebajaría mucho su número-, sino sobretodo con esa forma de autoestima y de amor a los otros que, en los conductores, se llama prudencia. El problema es que, si lo primero se logra con una buena gestión de los recursos públicos y la debida atención a nuestros coches, lo segundo es más difícil. Porque se conduce como se vive, se vive como se es o como nos obligan a ser; y cambiar el ser –o las condiciones que lo determinan- es más difícil que cambiar el firme de una carretera o el aceite de un coche. Es una cuestión, sobre todo, de valores.
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